Entrada: Cuento Sistémico | Las casas tienen alma.
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Érase una vez un país donde reinaban el orden y la armonía. Todas las calles eran asimétricas, paralelas, ordenadas, como si un arquitecto del cielo se hubiera encargado de ello. (Decía el abuelo de Leo, mientras el niño escuchaba atentamente)
Pero, ¿de verdad existe el cielo? ¿Cómo es posible que alguien con su varita mágica pueda ordenar y organizar toda una ciudad?
– «Yo eso no me lo creo,» dijo Leo a su abuelo Francisco mientras él le contaba la historia.
A Leo le gustaba escuchar los cuentos de su abuelo, mientras veía arder los troncos en la vieja chimenea. El abuelo vivía en un pequeño pueblo donde todos los vecinos se conocían y se saludaban por la calle.
– «Buenos días, doña Luisa»
– «Buenos días, doña Paula.»
– «Buenas tardes.»
– «Buenas tardes.»
Un sencillo saludo, con el que se deseaban el bien. Un signo de bondad, un signo de amabilidad, un signo de cortesía.
Y cuando alguien no te saludaba, pensabas: ¿qué le pasa hoy? ¿Habrá tenido un buen día?
Y en el saludo, ya sabes y observas cómo está su cara. Así que piensas: tiene buena cara, tiene mala cara… Está triste o está enfadada, está contento o está alegre.
Así es la vida en el pueblo del abuelo de Leo. Cuando no tienes nada que hacer, te dedicas a mirar la vida del otro.
– «Hay cosas muy importantes que debes saber, cuando vives en un pueblo donde somos muy pocos,» dijo el abuelo Francisco.
Lo que hace un miembro de la familia afecta a todos.
– «¿Ah sí? ¿Y eso por qué es así?»
– «A mí me parece que lo que yo hago, no tiene que afectarle a nadie de mi familia. Yo eso, no lo veo,» dijo Leo.
– «Pues verás Leo, te lo voy a explicar con un ejemplo,» dijo el abuelo. Si yo me peleo con el Señor Juan y le robo sus gallinas, mi familia cuando se entere se va a sentir muy mal. Y la familia del Señor Juan, se va a enfadar conmigo, así que cuando nos encontremos por la calle, posiblemente, me miren mal y no me den los buenos días.
Y cuando alguien de mi familia se encuentre con alguien de la familia del Señor Juan va a pensar: Su hijo es un ladrón. Nos ha robado las gallinas y ahora tenemos que comprar los huevos y gastar nuestro dinero.
– «Si la verdad es que eso de robar está muy mal…»
dijo Leo a su abuelo.
– «Pero yo sigo sin entender qué tiene que ver esto con las casas del pueblo.»
Todavía no os he dicho que Leo era un niño nervioso e impaciente, divertido y alegre. Su pelo largo y rizado y su piel morena te hacían recordar a alguien, pero la verdad no sé muy bien a quién. Si bien, lo que más le gustaba a la gente de Leo, es algo que no se ve con los ojos.
El corazón de Leo era más grande que la mata de pelo rizado que cubría su cabeza. Tan grande, tan grande como una sandía.
Pero a veces no mide el alcance de sus travesuras. Puede decirse que a veces no tiene conciencia de las consecuencias de sus actos, o del efecto de sus palabras cuando se siente mal, o cuando algo no le gustaba.
Su madre ya le había llevado al médico y a otros especialistas, y le han diagnosticado TDAH. Le habían dado una medicina, pero solo conseguía dejarlo tranquilo y un poco dormido durante unas horas. Después, todo volvía a ser igual. Como si fuera una pesadilla, muy, muy pesada. (Pensaba Leo).
Pero sigamos con la historia del abuelo que es la que verdaderamente nos interesa.
Ya sabemos lo que pasaba en aquel pueblo cuando las familias se enfadaban. Alguien era excluido y a veces se tenía que marchar. Así que tenía que irse del pueblo porque la gente lo miraba mal. Y una de las casas se quedaba vacía, triste y sola. Y cuando la gente pasaba por delante de ella decía “Esa casa está maldita”. Desde que se fue su dueño, ni las ratas quieren vivir en ella.
Y a veces pasaba que no era una sino varias las casas que quedaban abandonadas sin nadie que quisiera vivir en ellas. Y con el paso del tiempo, como nadie se ocupaba de ellas, terminaban en ruinas.
– «Pues vaya,» dijo Leo. (Que ahora empezaba a comprender las consecuencias de las peleas y los robos)
– «¿Y a nadie se le ha ocurrido encontrar una solución para ello?»
Porque si tú te peleas y te enfadas con un compañero, es normal que le cojas el estuche. Porque estás muy, muy enfadado, se lo tiras por la ventana y ya está. Se ha quedado sin su estuche.
Al principio piensas: Bueno, pues que se fastidie, que no me hubiera tirado del pelo, que sabe que eso no me gusta. Pero luego reflexionas y te das cuenta.
Así que te llega una nueva idea: “la verdad es que no era para tanto” Me he pasado un poco. O más bien me he pasado mucho.
Ahora, he perdido un amigo. Y me duele. Me siento muy mal. Voy a pedir ayuda, a ver si encuentro a alguien que me ayude a resolver este asunto. Y de pronto sin saber cómo, te tropiezas con la profe que te dice:
– «Buenos días Leo, parece que estás triste.»
– «Sí claro, es que me he peleado, he tirado por la ventana el estuche de un compañero y ahora no sé cómo arreglarlo.»
– Ah bueno. Eso es fácil. Vamos a llamar a tu amigo, hablamos con él y si te parece bien le dices:– Lo siento.
– Perdóname. Yo la verdad, es que valoro tu amistad y me gusta ser tu amigo.– No sé muy bien que me ha pasado.
– Y tu amigo te contesta:
– Yo también lo siento.
– Por favor, podemos volver a ser amigos?
– Sí, pero primero tienes que devolverme mi estuche. Gracias, ahora me siento mucho mejor.
– De verdad que lo siento. No me di cuenta de las consecuencias de mis actos. No me dí cuenta del daño que te hacía. Reconozco que me he pasado un poco, la vedad. Ahora lo comprendo. Y te pido perdón.
– Y puede que el amigo te diga. Yo también lo siento. Si tu me perdonas por tocarte el pelo, yo te perdono por tirarme el estuche.
– Aquí tienes tu estuche, te lo devuelvo porque no es mio. Y es a ti a quien pertenece.
– Gracias por permitirme darme cuenta de que he cogido algo que no era mïo. Ahora me libero de la carga y de la preocupación que tenía por castigo de mi madre y de Rosama, cuando se enteren de la que he liado.
– Oye que te parece si nos vamos a jugar y seguimos siendo amigos.
– Si, gracias. Ahora estoy mucho mejor. Y me alegro de que hayamos
encontrado una buena solución para los dos.
– Gracias. Gracias. Gracias.»
Después de decir esto, el corazón de Leo se sentía mucho mejor, algo había cambiado en él. Ya no sentía esa rabia y esa maldad que tanto le irritaba. Había tomado una decisión, de ahora en adelante, pediría ayuda cuando lo necesitara y haría las cosas de forma diferente. Pues no quería que su casa terminara en ruinas, como las casas del pueblo de las que el abuelo hablaba.
De tanto hablar, se quedó dormido. Y el abuelo pensó: «Cuando sea el momento, seguiré con mi historia. Por ahora ha sido suficiente. Leo ya duerme y no necesita tirar estuches por la ventana para expresar su malestar. Y colorín colorado, este cuento ha terminado. Volveremos con más.»
María Jesús Cubillo García.
Santa Pola a 21 de marzo de 2023.